Remar sola, contrarremar y recordar



Hoy fue la primera vez en mi vida que salí al río sola con el bote. Ya me habían otorgado el carnet en otro club y me habían estimulado a que de una vez por todas me animara, saliera. Que ya no hay mucho más por aprender, pero sí por conocer. Pensaba mientras intentaba alejarme de la costa que se acercaba tan rápido ante la lentitud de mis maniobras que fueron muchos años de libros y conceptos. Que me alejé de la escena por el dolor que me causaron los destratos y ajustes del status quo que no me animé a desafiar, por miedos maquillados de respeto. 

Al CHA vengo desde que tengo recuerdos. Los juegos de la plaza, el quincho sin paredes, un buffet largo y oscuro que ahora es una parrilla para que venga a comer gente de afuera. No sé qué significaba para mis xadres que cada tanto aceptaban la invitación de mis tíxs a pasar el domingo acá, pero para mí era la suspensión de la semana. Sobre todo cuando el ballet ahogaba mi suspiros de nena semi salvaja que disfrutaba de correr rápido porque el viento que le daba en la cara era más fresco que si se quedaba quieta en el lugar, y mis músculos e ideas se nutrían de suficiente río para afrontar el disciplinamiento a pies en rotación externa y dieta de manzana que aconsejaban lxs que sabían, y alguno que ni siquiera sabían tanto. 

Los mejores recuerdos están adentro de este club, y eso que ni siquiera éramos socios, pero yo siempre sentí que pertenecí a él. Una tarde mientras los que en ese momento eran adultxs y hacían el asado tomaban mate y facturas en el quincho sin paredes, vimos sobrevolar los juegos de niñxs a dos murciélagos, que a modo de presagio de una época en la que nos encerrarían a todxs, nos distrajeron de destrezas de pasamanos y toboganes para mostrarnos cómo se posaban sobre un cable con envidiable elegancia. Todxs nos quedamos azorados... Entonces G dijo que había visto en un documental que a los murciélagos los atraía el sonido. Que eran capaces de captar, como los perros, viste? sonidos muy muy bajitos que para ellos eran como ondas. Entonces nos paramos en una hilera y empezamos a afinar una melodía. Cada cual atendía la propia, entonces G nos corrigió. Que era una melodía simple, que no cantáramos. Después de un debate acalorado, nos decidimos por llamarlos por su nombre: "murciélago" así sabrían que nos dirigíamos a ellos y no a cualquier otra especie que volaba por ahí. Recuperamos las posiciones del coro y comenzamos a cantar "murciélago" sin prestar demasiada importancia a la /M/ esa vibración de labios nada tenía que ver con el cielo, se trasladaba a la tierra y las yararás no estaban invitadas al concierto. Se ralentaba la /U/ y suavizaba la /R/ para sortear la /C/ que cada vez que aparece la /I/ se trasviste para lograr un definido énfasis en la /E/ con acento esdrújulo suspenderla en el aire el triple de tiempo que su vocal anterior confiando que sea la que empuje el resto de las sílabas hasta las orejas puntiagudas y peludas de nuestro público. 

Ninguno se movió del lugar. Ni muurciéeeelagos, ni niñxs. Entonces G, informado como siempre, dijo que a lo mejor necesitaran nuevos postes hacia donde volar. Buscamos entre las paredes qué objetos podrían ser sus nuevas pasarelas y encontramos unos listones de madera con clavos oxidados. Elegimos los más largos y volvimos a nuestras posiciones. G a la orden de mando nos mostró cómo mecerlos en el espacio con sensualidad, porque según el documental el movimiento genera ondas sonoras. ¿Nunca viste cuando agitás una ramita que hace ruido? Nos enseñaba. 

Ahora ya provistos de objetos escenográficos, coreografía y tema musical, nada podría fallar, ellos volarían hacia nosotros y tendríamos una tarde de domingo ideal. Pero como puede pasarle a cualquier performance poética que piensa más en los efectos que se quieren causar en las personas que por sobre el estar presentes en la escena, ningún muurciéeeelago se movió de su lugar. 

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