Tiroides y la biodecodificación y la RCDLL

En esta ocasión plasmaré por escrito un viaje introspectivo que ocupó durante el último mes el lugar del autoboicot en mi cuerpo y en mi mente. Pero como justamente esta investigación se trata sobre mi vida y la búsqueda de un entrenamiento integrado de cuerpo, voz, movimiento y palabra, creo que hay que correr el riesgo de la autorreferencialidad y seguir autopercibiéndome y con ello los saberes que se despiertan. 

Para quienes me conocen y para quienes no tanto, creo que quedó claro que el tema del sobrepeso de mi cuerpo fue un punto de quiebre e inflexión en mi relación con la danza. Desde muy chica hice dieta y según la narrativa de la persona que me atendió en el Colón, cuando mi mamá pidió revisión de examen porque eso le dijeron que había que hacer, no había entrado por medio kilo y tenía que dejar el dulce de leche. Si veo las fotos de esos tiempos, sólo puedo ver a una nena con frío, los dientes chuecos y la mirada vacía. La falta de alimento nutritivo, la sobre exposición de mi cuerpo que se acercó a la danza porque quería bailar, más la falta de contención adulta hizo de mi una especie de neurótica juvenil que sentía que nunca daba lo demasiado, que bailar era sinónimo de sacrificio y que si quería ser profesional tenía que dejar de comer y rendir el ciento por ciento. 
Es obvio que caí en enfermedades vinculadas con la alimentación y la imagen corporal pero no viene al caso, basta con ver o leer cualquier libro de anorexia para que cuenten una historia parecida. Lo que más me interesa es que promediando mi adolescencia y a partir de un hecho muy traumático la glándula tiroides dejó de funcionar correctamente y desde los quince hasta los veintitrés años padecí la disciplina de la endocrinología experimental, y digo experimental porque fue ridículo todo lo que el sistema médico hegemónico hizo con una piba que padecía de una falta muy grande de contención y lugares para llorar y gritar y enojarse. 
Por suerte, siempre digo así, los scouts me rescataron. No porque la haya pasado bien, sino porque me reconectaron con la naturaleza que anhelé desde siempre y me alejaron del hogar que se resquebrajaba con el paso de los días.
A partir del hipotiroidismo me conecté con mi cuerpo como una vigilanta de su peso. Era muy frustrante ver como semana a semana aumentaba de a medio kilo sin parar hasta llegar a los 80 y agrandar ropa o desechar estilos porque no encontraba de mi talle. No eran épocas de militancia gorda, pero tampoco me identifiqué mucho con eso ya que no quería estar así y sobre todo no era una decisión, al menos consciente el estar así. 
Hasta que dije basta y caí en una depresión profunda me martiricé. Como dije, no voy a entrar en el morbo de los detalles, pero sí voy a destacar que fue ahí que descubrí otras medicinas en apariencia agresivas que cuestionaban lo sancto de una aguja que te pica el brazo o unas manos que te golpean la grasa de las piernas como si fuera basura que hay que erradicar. La acupuntura, los oligoelementos, posturas de yoga y un acompañamiento muy cercano hicieron que mis análisis de sangre se estabilizaran y mi tiroides vuelva a funcionar. Empecé a tomar clases de teatro y aunque me dolía que me dieran personajes de la gorda que come más que todos lo resistí sabiendo que estaba en plena búsqueda y que algo bueno iba a pasar después de todo eso. Tenía esperanza. Me reconecté con la danza supuestamente desde el placer y fueron años en los que el tormento del rendimiento volvió. Cada vez que retomaba la actividad el fantasma del dulce de leche y el medio kilo me atormentaban. Nunca tuve espejos en mi casa, odiaba verme en fotos, usar malla en verano, menos que menos en una clase de ballet. Cierta actitud no masculina, sino de pibito me representaba mientras mis amigas seducían, se ponían de novias, algunas casaban y tenían hijos. Al participar en la obra LIF creí que iba a sanarme. Creí que exponerme desnuda ante el público desde un personaje que no se destacaba por su gordura sino porque su cuerpo no podía escapar al de mujer renacentista (como alguien me dijo en los ensayos) me iba a ayudar. Pero no. Se burlaron de mí cuerpo en una radio y ante la falta de contención y amorosidad me escapé con la esperanza de encontrar lugares más amables, pero sigo buscando. 
Ahora los tiempos cambiaron, es sorprendente cómo hace cinco años se instalaron debates en lo cotidiano que se venían gestando desde hace tiempo gracias a personas hartas, que pueden ser vistas como agresivas pero que en realidad le gritan de frente al mundo que están hartas de ser tratadas como basura.
Tuve mi reconciliación hace poco, cada vez que me pongo una malla para tirarme a la pileta lo tomo como un triunfo. Sin embargo, a partir del entrenamiento sistemático y sostenido por este proyecto volví a caer en viejos paradigmas de neurosis y presión. Autoboicot y dinamita podría llamarse este último mes. Fue a partir de escribir en tantos lados la palabra artista, porque docente no me da prurito, tengo un título que me legitima, pero artista sigue siendo demasiado pesado para montarlo a mis espaldas. La verdad no sé qué puedo hacer. Por un lado sostener esto sé que me va a hacer bien, pero me está haciendo mal. La tiroides que tan tranquila estuvo estos años volvió a inflamarse y mi cuerpo empezó a decaer, producto de la edad, del estrés que estoy manejando estos días por una inflación que me ataca los bolsillos en un contexto tan extraño como lo está siendo volver a la presencialidad tras dos años de aislamientos por la pandemia del covid. Volvió a joderme a partir de la espera de los resultados de las instituciones a las que les pedí ayuda monetaria y colaboración profesional. Me volví a sentir sola y perdida, a pesar de que mi trabajo como docente no se resiente y me rescata, pero lo que más me interpela es que volví a sentirme vacía y por lo tanto a querer llenarme de cualquier mierda. Así estoy, resistiendo ese vacío que nada tiene que ver con el vacío pseudo zen del que tanto se habla. Es una sensación de frustración, de silencio y angustia producto de la exposición sin feed back. Las ganas de que mi cuerpo colabore a pesar de que sé que no le estoy dando la nutrición que necesita ni las horas de sueño que corresponden. Que el tiempo pasa y me siento vieja y sigo sin entender qué es lo que me convoca a hacer lo que hago. Que todo muy lindo, pero las ganas no alcanzan. El estímulo se agota cuando viene de un solo lado y los espacios amables no aparecen, y los que sí aparecen están tan agotados como yo. 

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